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Unos artistas muy grandes

A las ciudades, muchas veces, les falta espíritu. El gris de los pavimentos consigue teñir el ánimo en los días que amanecen tristes y las calles llenas de gente parecen recordar a gritos que uno puede sentirse muy solo, aunque se vea rodeado de una multitud.

El espíritu del que hablo no se encuentra en los monumentos: testigos callados; ni en los paseantes: almas en movimiento que no saben callar; el espíritu de la ciudad se encuentra, muchas veces, en sus artistas callejeros: escultores de emociones y de sonrisas, de nuevas formas de mirar y de sentir las calles de siempre para que, al menos ese día, sean diferentes.

Admiro a estas personas y agradezco profundamente su trabajo, porque imprime personalidad a rincones vacíos, y viste de arte a otros que, por sí solos, tienen mucho que decir.

A cada cual le transmitirán sensaciones y opiniones diferentes. En mi caso, me encanta que escuchar ciertas melodías o encontrarme con un animalito de trapo que baila al son de unas cuerdas sean detalles que me llenen de alegría, que me hagan concebir esa mañana, esa tarde o esa noche, como una mañana, una tarde o una noche diferentes y especiales. Porque cada día de nuestra vida, cada momento lo es. Y aunque, a veces, la rutina consiga que lo olvidemos, siempre están ellos ahí para recordárnoslo.


Organillista que encontré en la ciudad de Albi, frente a la catedral

Aquel día, comí sentada en un banco, en la misma plaza en la que se encontraba este singular artista, que me encandiló desde la primera nota. Una tarde espléndida, con la catedral de Santa Cecilia ante mis ojos, y música francesa en directo, a cargo del mejor artista de la ciudad -para mí, desde luego, lo fue-. Se trató, sin dudarlo, de la mejor comida de mi vida. Siempre recordaré la ciudad francesa con la melodía de aquel organillo...

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