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Filosofía de hospitales

Hace algunos años, en una tarde de verano, una persona de mi entorno se puso mala y me pidió que le acompañara a Urgencias. No había nadie en la sala de espera, así que pasó en seguida, y yo me quedé esperando en el vestíbulo.

A los pocos minutos, llegaron un par de chicas y se sentaron junto a mí, hasta que apareció otro médico en busca del próximo paciente. Entonces, ellas me miraron, pensando que era mi turno. Les respondí que podían pasar, que yo solo estaba allí como acompañante, y, mientras se levantaban, una de ellas me sonrió y me dijo algo que no he olvidado en todo este tiempo: “no sabes la suerte que tienes”.


Efectivamente. Estaba en una sala de Urgencias, limitándome a disfrutar del aire acondicionado durante una tarde de verano, y no me había parado a pensar en la enorme suerte que tenía por estar bien, porque podía salir de allí por mi propio pie e irme a tomar un helado, quedar con mis amigos, salir por ahí el fin de semana y hacer lo que me diera la gana, mientras cientos de personas, ese mismo día, tendrían que quedarse en casa, con dolores unos, con desesperanzas otros, con la incertidumbre de no saber si al día siguiente estarían mejor o peor, o si, simplemente, no estarían.

Y es que tener salud no es algo establecido, algo de lo que partimos. Es una tremenda suerte que, por mucho que nos pese, solo sabemos agradecer sinceramente cuando se nos va.

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Fachada decorada con imágenes de Tintín, Bruselas

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